«Despertó y aún no lo podía creer, y sin embargo su mente ya se lo imaginaba… Sucedió a la madrugada, soñó que le iban a robar, no tenía un gran motín, y aún así les pedía que solo se llevasen el bolso, como si atesorara aquellos documentos, y pertenencias que tuviera allí, aún cuando no eran nada, es decir, como si le atesorara, aún cuando no le diera nada. Corrió a la cabina del conductor del bus, allí se salvaguardó del «mal» que le asechaba, pensando en que era una persona confiable le condujo por un camino diferente, le desvió, pero no logró desviar su atención; en enseguida se dió cuenta que algo andaba mal, se alertó, se detuvo y se bajó del bus, corrió por al terreno árido y polvoroso en el que se encontraba. El bus era él. Corrió e intentó esconderse, entró en una abandonada casa (como esas antiguas de pueblo), como si volviera a un pasado aparentemente olvidado, pero no perdonado, al entrar en ella, se encontró con personas de su pasado, que se abalanzaban hacia ella y le socorrían, abrazaban y reían de su pena. Sus rostros eran los rostros de un pasado, de heridas, dolores, que ayudaron a cerrar, esos rostros con los que tal vez solamente fue agradecido. Y al final del camino finalmente, el sueño tuvo rostro, su rostro, el rostro que cubre la mentira de la verdad de ese corazón. Al final era solo un disfraz.»
Eso somos, representaciones de sueños. Resultado de interminables días de la moral en el suelo, para despertar y finalmente buscar el sol brillar. No somos menos, no somos más, llegamos hasta dónde nos permitamos brillar, hasta dónde permitamos al alma y al cuerpo jugar a amar.